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Las tragedias metafísicas de GJE - Por Luis Britto García


En mi condición de simple lector, todavía recuerdo el placer de la primera lectura de aquel librito de tapas negras y agresiva portada masticatoria llamado Los dientes de Raquel, de Gabriel Jiménez Emán, (Ediciones La Draga y el Dragón, Mérida, 1973). Si pasadas dos décadas este goce es todavía confesable, debo a lo mejor argumentarlo. Juan Liscano sentenció una vez, con razón para su época, que la literatura venezolana había sido preponderantemente testimonial y realista, y casi nunca onírica o fantástica. Desde su primer libro y ya para siempre, Jiménez Emán se apunta con la transgresión: elegirá narrar sobre un mundo maravilloso, donde las reglas de la naturaleza o de la lógica son sustituidas por incesantes trampas, paradojas, reflejos.

Este universo es distinto del esquematizado por los viejos positivistas, pero afín al insensato cosmos que nos describe la ciencia contemporánea. Pues el universo, dijo un físico –y podría suscribirlo un escritor– no solo es más extraño de lo que nos imaginamos: es también más extraño de lo que podemos imaginarnos.

La elección de tema impone en este caso la de método. Si se quiere narrar la infracción del orden de las cosas, el lenguaje ha de definir y en cierta forma ser el terso espejo de ese mismo orden, para que resulte todavía más visible el alarido de la fractura. Por ello no es contradictorio que relatos sobre la sinrazón sean precisamente redactados con la prosa nítida del volteriano o la seca concisión del aforismo. Asombra que esta prosa lúcida, de una fanática economía de medios que bien podría atraerle al calificativo de minimalista, sea la de un muchacho que para la época apenas tenía veinte años. El ensayo y el error son los únicos métodos legítimos para la formación de un narrador: por ello tantas operas primas son un compendio de torpezas que luego el culpable oculta o disimula. Los dientes de Raquel es una obra de la madurez en plena adolescencia: la demostración de un estilo que parece armado, definido y completo desde su primer paso, y que durante un largo camino no hará otra cosa que ser más él mismo.

Siempre quise añadir al juicio de Liscano que nuestra literatura también había sido preponderantemente solemne y latosa, y casi nunca leve o divertida. Excesivas páginas parecen haber sido escritas con los ojos en blanco, el dedo meñique levantado y un pujido casi físico de pedantería.

Complemento obligado de esta almidonada seriedad, es el que llamo el humor de la aldea, pleno de chocarrerías, retruécanos, sobrenombres y miserias, encasillado en un ghetto de género chico. Muy pocas veces ha habido una sonrisa nacida de la inteligencia, o sea, un humor propiamente dicho. Gabriel Jiménez Emán, junto con otros muchos de su generación, elige este último cauce. Condenados a muerte, o lo que es lo mismo, al enfrentamiento con un universo contradictorio, no nos queda otro recurso que el ejercicio de lo que Hemingway definió como coraje: la gracia bajo presión.

Las tragedias metafísicas de Jiménez Emán, al estilo de las de los antiguos griegos, liberan. El pueblo más reflexivo de la tierra también supo danzar, porque lo uno lleva a lo otro. Ello pone al descubierto la raíz última de donde brotan temática, estilo y género, que es la lucidez. La literatura es inteligencia. El creador es crítico, ante todo de sí mismo, pero también de todos los misterios y complicaciones del mundo, incluidos los de su arte. Sólo así puede ejercer ese implacable trabajo de selección de lo válido y desecho de lo imperfecto que el público desprevenido toma por acierto casual. A algunos ingenuos complace pensar que el artista es un estulto favorecido por la lotería de la inspiración; críticos hay quienes escuecen textos donde sospechan demasiada intelección. Pero la inteligencia nunca puede ser excesiva; la falta de ella, sí. Junto a su narrativa, Jiménez Emán ha desarrollado una vasta obra de crítico, de antologista, de sopesador de ideas. A diferencia de Rodolfo Corbaia, el patético plumífero inventado por Sael Ibáñez, Jiménez Emán no necesita ir cotidianamente ante un exégeta para que le explique el sentido de la literatura, esa pasión de su vida. Puede vivirla a plenitud, en emoción y sobre todo en comprensión. Entre las circunstancias vitales y la obra hay una trabazón más densa de lo que se cree. Gabriel Jiménez Emán forma parte de una de las primeras generaciones del país que se ha empeñado en pensar como posible el oficio de escritor.

Con excesiva frecuencia la creación en Venezuela fue tenida apenas como peldaño para el favor político, paréntesis entre urgencias económicas, excusa para el parasitismo, o diletantismo de señoritas y de señoritos, cuando no como baldón que desencadena todas las persecuciones. Muchos jóvenes contemporáneos de Jiménez Emán comparten con él la empecinada vocación de jugarse el todo por el todo por la literatura: estudiarla, vivirla, crearla. Sólo se nos entrega a lo que nos entregamos.

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© Gabriel Jiménez Emán, 2019 | Edición y montaje: Ennio Tucci | Diseño base: Templateism (© 2014)

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