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"Los brazos de Kalym" - Por Víctor Mosqueda



Interpretación psicológica de un cuento de Gabriel Jiménez Emán

Los brazos de Kalym ciertamente son algo extraños. Y no solo porque pueda quitarse el izquierdo con el derecho, luego de haberse arrancado el derecho, ni porque luego de arrancarse ambos pueda abrazar a su mujer para consolarla y consolarse del vacío que le urde, tan profundo como el abismo en que cayeron sus brazos. Lo extraño de los brazos de Kalym es lo proclives al desprendimiento que resultan. Porque, salvo que Kalym sea una suerte de muñeco, tras la separación de cada brazo del enclave de piel, músculos, arterias, venas y huesos que lo sostienen, lo que debería quedar es un muñón abierto, sangrante, crudo como un volcán en erupción visto desde arriba. Y se nos hace imposible pensar en los brazos de Kalym diseccionados de forma tan burda. Así como podemos seguir viendo sus brazos con la certeza de que no están, pero también de que nos pueden abrazar, sabemos, vemos, entendemos que sus muñones han quedado quirúrgicamente sellados, como los brazos de un muñeco mutilado. Y quizás solo siendo un muñeco tiene sentido un desprendimiento de esta magnitud. Aunque ello no hace que dejen de ser extraños los brazos de Kalym. Porque es natural pensar que a cualquiera, incluso un niño (o sobre todo un niño), se le haga sencillo arrancarle los brazos a Kalym, el muñeco. Pero, siendo muñeco, la fuerza será proporcional y costará tanto zafarse un brazo del hombro, como a ti o a mí nos costaría hacerlo. Es así entonces que pienso que Kalym no es el personaje de un cuento, donde estas extrañezas son admisibles e incluso bienvenidas. De modo que tomo un Ken de mi hermana y le arranco el brazo izquierdo con el derecho y el derecho con el izquierdo, y recreo el diálogo que Jiménez Emán transcribe, y sé que justo así ocurrió la primera vez: un niño juega, sin ser visto, con un muñeco y una muñeca, le arranca los brazos, los lanza bajo la cama, que es el más simbólico de los abismos de su cuarto, y se va a casa a tratar de convencer a la muñeca de que se olvide de todo con un abrazo, quizás procurado con el cuello, como lo hacen las jirafas, que también saben lo frío que se siente tener la mente separada de las extremidades tantas galaxias de distancia. Y no deja de preocuparme, tras este descubrimiento, la aterradora certeza de que en algún lugar del mundo haya un niño con una soledad y un abismo personal tan hondos como para arrancarse los brazos, así, sin poder hacerlo, a través del muñeco y el artilugio del juego, y resignarse al contacto frío, simulado, de quien le acompaña al terminar la jornada. Me aterra pensar que en algún lugar del mundo hay un niño con el espíritu tan anciano y desgastado. Hurgo en el abismo y encuentro docenas de pares de brazos de Kalym, por una escena que repite el niño a diario, tratando de encontrarle algún sentido diferente cada vez, aunque todavía no pueda hacerlo. Y mientras un día intenta consolarse con el abrazo vacuo de su mujer, al día siguiente intenta lo mismo reescribiendo estas líneas, con esos extraños brazos ausentes, a un abismo de distancia de donde reposa su mente. Luego, alguien le toca la puerta y le dice que es hora de limpiar los platos, y el pequeño Kalym se mira las manos, sabiendo que el influjo de la fantasía se ha acabado. Se para del piso, se dirige a la cocina y acerca los dedos al grifo, con los ojos cerrados, esperando seguir de largo, gracias a la sorpresa de que sus brazos se le han zafado.

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© Gabriel Jiménez Emán, 2019 | Edición y montaje: Ennio Tucci | Diseño base: Templateism (© 2014)

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